¿Qué debemos (des)aprender para enseñar con simulación clínica?

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Sobre biografías escolares[i] y heridas narcisistas

Para los profesionales de la salud que realizan sus primeras aproximaciones al ámbito de la enseñanza, los contenidos incluidos en un curso de formación docente (especializado o no en simulación clínica) pueden constituir una verdadera incógnita, e incluso, despertar cierta incredulidad. Después de todo, participan a diario (y todos lo hacemos) de una infinidad de prácticas educativas (desde conferencias científicas hasta videos web tutoriales) que se realizan sin que nadie solicite a quien hace las veces de “enseñante” la certificación docente que lo habilite para el desarrollo de la actividad.

Incluso el ejercicio de la docencia universitaria se lleva a cabo en algunos países de nuestra región sin que la normativa vigente exija para ello la adquisición formal de conocimientos pedagógicos. La acumulación de experiencia comprobable en el desarrollo de la actividad (enseñar) parecería compensar, eventualmente, la ausencia de estos saberes. ¿Es que acaso impartir la enseñanza (y la enseñanza basada en simulación clínica) requiere de algo más que el sólido conocimiento de la disciplina o especialidad que se desea transmitir?

En cuanto a la simulación clínica (en adelante, SC), el consenso actual es considerarla como una estrategia de enseñanza cuyas particularidades es necesario aprender deliberadamente para emplearla con buenos resultados. En otras palabras, se asume hoy la necesidad de adquirir ciertas competencias específicas para enseñar con SC, en las que podríamos incluir (a riesgo de ser excesivamente breves) el diseño de escenarios, la celebración de ciertos “contratos” previos al desarrollo de las acciones, la confección de instrumentos para la observación estructurada, la retroalimentación brindada a los alumnos y el manejo criterioso de la etapa deconstructiva (debriefing).

El consenso actual es considerar a la simulación clínica como una estrategia de enseñanza cuyas particularidades es necesario aprender deliberadamente para emplearla con buenos resultados.

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Ahora bien, en definitiva y más allá de las características que se le reconocen a la simulación clínica como herramienta pedagógica, hablamos de una estrategia educativa; es decir, de una metodología de enseñanza. Esto nos lleva nuevamente a la pregunta inicial: una vez que hemos aprendido las particularidades de la SC como metodología de enseñanza, ¿hay algo más que necesitemos conocer para ejercer la docencia con éxito, o nos alcanza con ser buenos profesionales en el marco de nuestra especialidad?

Quizás en este punto valga la pena preguntarnos qué se hace en un curso de formación docente (basado o no en simulación clínica) y qué deberían llevarse, presuntamente, sus participantes. Si bien la práctica de la enseñanza es en parte un arte, requiere también de la adquisición de conocimientos científicos. Más que propensiones innatas, la docencia supone la adquisición de un conjunto de competencias que pueden desarrollarse con el aporte de la didáctica, la psicología del aprendizaje, la sociología, la comunicación y la pedagogía (entre otros saberes).

Sin embargo, tan importante como el aporte de las referidas disciplinas es la identificación de aquello que debemos desaprender para estar en condiciones de “enseñar algo a alguien”.  Y es de esto, especialmente, sobre lo que nos interesa escribir en esta oportunidad. Vamos a plantear un aspecto algo polémico: los alumnos, los docentes, y muchos de quienes transitan nuestros sistemas educativos e instituciones de formación de profesionales sanitarios en servicio, poseen un conjunto de representaciones y sentidos sobre la actividad educativa – el “ser” y el “deber ser” del docente – que no son necesariamente correctas y que pueden llegar a constituir un obstáculo para la práctica de la enseñanza.

Quisiéramos recuperar aquí un interesante concepto teórico que nos ayuda a echar luz sobre esta última afirmación: el de biografía escolar. Según la literatura disponible, la biografía escolar se define como el período vivido por los docentes dentro del sistema educativo mientras eran alumnos. Y es que todo profesor universitario de pre y postgrado detenta una trayectoria no menor a 15 o 20 años en el contexto de la educación formal.

Lo notorio es que esta biografía no es un simple “recuerdo” de la etapa escolar (alumnidad) sino un período formativo de fuerte impacto sobre nuestra práctica docente posterior; es decir, una etapa de aprendizaje por observación de ciertos modelos de enseñanza, formas de interaccionar y relacionarnos, roles, expectativas, y rituales. Esto quiere decir que mientras formábamos parte como aprendices de la díada docente-alumno fuimos interiorizando determinadas pautas de comportamiento, aprendiendo también cómo y qué era “ser docente”.

En definitiva, es probable que los docentes terminemos pareciéndonos a ese profesor que observábamos inadvertidamente mientras éramos alumnos. Esto no sería problemático si nuestras biografías escolares estuviesen atravesadas por experiencias pedagógicas de vanguardia (aula invertida, ABP, simulación clínica, juego de roles, aprendizaje experiencial, etc.) La realidad es que para una porción mayoritaria de quienes ejercemos la enseñanza nuestra biografía contiene experiencias pedagógicas que podemos asociar fácilmente con el modelo de enseñanza “tradicional”: expositivo, centrado en el docente, individualista y poco colaborativo, competitivo, con énfasis en la teoría, y con tendencia a la pasividad del alumno.

La biografía escolar contiene modos de actuar y pensar la docencia que constituyen un hábito incorporado. Se trata de una experiencia acumulada que aparecerá al momento de desarrollar nuestras prácticas de enseñanza con una fuerza inusitada, pudiendo derrocar los saberes alternativos que los docentes pudiésemos haber incorporado en otras instancias de aprendizaje pedagógico. Conocer nuestras biografías y no desestimar su impacto en nuestra práctica docente es el primer paso para lograr desarrollar acciones y enfoques alternativos. Por ello, uno de los primeros objetivos transversales para la capacitación de docentes (también en el caso de la simulación clínica) debería ser la revisión de nuestras biografías escolares, poniendo en discusión las propias imágenes y expectativas (conscientes e inconscientes) sobre la enseñanza. De allí que como explicaremos a continuación, llegar a ser un “buen docente” implique atravesar ciertas incomodidades y renuncias.

A riesgo de presentar una selección caprichosa y parafraseando a Freud, afirmamos que toda capacitación pedagógica debe ser capaz de llevar al docente en ejercicio (o al aprendiz de profesor) a recibir tres heridas narcisistas. La primera de ellas es perder el centro de atención durante las clases. Sabemos hoy, gracias a la psicología educativa, que aprende más en clase quien “más hace”, implicando en la actividad habilidades cognitivas de orden superior. Debemos indefectiblemente ceder el centro de la actividad cognitiva a los alumnos durante el proceso de enseñanza. Se habla hoy del docente como tutor, facilitador o coordinador y ya no como conductor. Duele, molesta. A los docentes nos complace ser el centro de atención.

La segunda herida tiene que ver con aceptar que no necesariamente sabemos más que los alumnos y/o destinatarios de nuestra actividad de enseñanza. Es decir, por supuesto que el docente siempre tiene más experiencia sobre las temáticas que trabaja, esto no está en discusión. Sin embargo, a partir de la revolución en el acceso al conocimiento que posibilitaron las tecnologías de la información y comunicación (TIC´s) en los últimos años, el objetivo de la educación deja progresivamente de ser la transmisión de información y de datos fácticos, disponible ahora en internet y de fácil acceso. En este sentido, es probable que los alumnos tengan más información que los docentes sobre diversas áreas del currículum. Lo que no se consigue en internet es la capacidad de elaborar criterios útiles que permitan analizar dicha información y combinarla en determinados proyectos intelectuales y profesionales, tanto individuales como colectivos. Es esto lo que debemos enseñar y no datos o conceptos que se hallan a tan sólo un “click” de distancia. Aportar nuestra experiencia y expertiz para empoderar a los alumnos en el proceso de construcción de criterios propios.

La tercera y última herida narcisista que los docentes debemos sufrir es la pérdida del ejercicio monopólico de la palabra. Estamos acostumbrados a hablar e incluso nos ponemos inquietos cuando se hace un silencio durante nuestras clases; nos parece que es nuestra responsabilidad cubrirlo rápidamente con palabras. Nuestra biografía escolar nos empuja a hablar; incluso, a pesar de la amplia literatura que nos implora transferir la palabra a los estudiantes durante las instancias de retroalimentación ( feedback) y deconstrucción de escenarios (debriefing).

Lo que sabemos es que cuando el docente logra soportar esa presión biográfica y se mantiene callado, habilita novedosos espacios de interacción para los alumnos. Debemos aprender a manejar los silencios y ceder el uso de la palabra, entendiendo que quien más habla, opina, discute, y expone sus ideas, es quien más aprende. Se enseña cediendo la palabra, no monopolizándola. No debemos olvidar que toda la actividad cognitiva que concentramos al “exponer” y verbalizar nuestras ideas se la estamos negando a los alumnos, quienes necesitan desarrollarla para lograr un aprendizaje más profundo. Para finalizar, entonces, creemos que formarnos como docentes y docentes en simulación clínica requiere de emprender algunas transformaciones estructurales. En principio, debemos aprender a dudar y a revisar lo que hacemos durante la enseñanza; a mirar nuestra actividad desde otras perspectivas y cosmovisiones. Hemos de estar en guardia frente a conductas inscriptas en modelos pedagógicos anacrónicos, tan sedimentadas como contraproducentes que, como sabemos ahora, son poco convenientes. Y por último, si bien es muy importante ser especialistas en el tema que queremos enseñar esto no alcanza; para ser buenos docentes tendremos que ir muchas veces en contra de nuestra propia historia, nuestro sentido común, nuestras tendencias espontáneas; en definitiva, nuestra biografía escolar.


[i] Para profundizar sobre el impacto de las biografías escolares en las prácticas de enseñanza de los docentes, se recomienda la lectura de: Alliaud, A. (2004). La experiencia escolar de maestros inexpertos. Biografías, trayectorias y práctica profesional. Revista Iberoamericana De Educación, 34(1), 1-11. https://doi.org/10.35362/rie3412888; Sepúlveda, M. Rivas, J. “Voces para el cambio. Las biografías como estrategias de desarrollo profesional. En Santos, M. Ángel y Beltrán, (editores). Conocimiento y Esperanza. Málaga: Universidad de Málaga, 367 – 381, 2003; y Delory-Momberger, C. (2009). La Condition biographique. Essais sur le récit de soi dans la modernité avancée. Paris : Téraèdre, « coll. (Auto)biographie ∞ Education », 12p

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