¿Podría Ud. prender su cámara? Crítica de la zoomización educativa

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En 2013, durante un seminario sobre TIC´s y enseñanza superior que llevó a cabo la Universidad de Buenos Aires, Juana María Sancho Gil realizó una brillante ponencia cuya grabación suelo utilizar aún hoy para inaugurar alguno de mis cursos. Utilizo el video como actividad “disparadora” (o “detonante”, como la adjetivan deliciosamente los mexicanos), y de verdad resulta movilizadora y hasta explosiva.

Palabras más, palabras menos, Juana nos expone frente a la ingrata novedad de que los sistemas escolares resisten estoicamente todos y cada uno de los intentos de renovación que llegan de la mano de las tecnologías de la información y comunicación (TICs). Su argumento, por simple, no deja de funcionar: cada nuevo desarrollo tecnológico (el cine, la televisión, el retroproyector, las computadoras, la web 2.0, etc.), prometió, a su tiempo, revolucionar el mundo de las aulas y las prácticas pedagógicas, algo que finalmente nunca jamás ocurrió.

Decidida a ir más lejos, Sancho Gil nos lleva a interpelar nuestras prácticas como docentes, apelando a una dolorosa analogía: “¿qué pasaría si en un hospital dotado con tecnologías actuales una parte del personal sanitario siguiera utilizando tecnologías del siglo XIX? Sería inadmisible, pero parece que en el mundo de la educación no lo es”. La ponencia es un verdadero cachetazo para el homus didácticus. Es inevitable imaginarnos huyendo escandalizados del hospital señalado sin que esa aversión a las tecnologías caducas nos aleje un ápice de los sistemas escolares, donde cotidianamente (y casi sin pudor) ejercemos nuestra tarea docente. En definitiva, y mal que nos pese, muchos seguimos enseñando como en el siglo XIX.

Cada nuevo desarrollo tecnológico (el cine, la televisión, el retroproyector, las computadoras, la web 2.0, etc.), prometió, a su tiempo, revolucionar el mundo de las aulas y las prácticas pedagógicas, algo que finalmente nunca jamás ocurrió.

Juana Sancho Gil

A casi diez años de aquel seminario y en el inédito contexto que originó la pandemia por Covid19, la presentación referida mantiene plena vigencia. Ajustándola a los tiempos actuales podríamos reformular la pregunta de este modo: ¿de verdad hay una revolución pedagógica asociada a las aplicaciones tecnológicas que la pandemia popularizó (Zoom, Meet, Classroom), o estamos frente a una nueva evidencia (y van) de la impermeabilidad e inmutabilidad de las prácticas educativas? En otras palabras: ¿utilizamos las tecnologías ahora disponibles para sustentar una transformación radical de la manera en que enseñamos y aprendemos, o nos ingeniamos para seguir haciendo, como docentes, lo mismo que hacemos desde siempre (e incluso cosas peores)?

Según las tesis clásicas las transformaciones culturales requieren de innovaciones tecnológicas previas (fuentes de cambio) que constituyen su condición de posibilidad. Me gusta pensar, casi en los límites de la obviedad, que en realidad todos (o la mayoría de) los programas, plataformas y aplicaciones de software que como docentes adoptamos masivamente para la enseñanza virtual cuando se declaró la pandemia por Covid19, ya estaban desarrollados y a nuestra disposición, y que el aislamiento social no hizo más que incorporarlos forzosamente a la práctica educativa y a nuestras necesidades de aprendizaje. Es que no podría haber sucedido de otra manera: la inercia de las prácticas escolares sólo se rompe en situaciones extremas.

Nadie puede negar que los docentes hicimos un esfuerzo de conversión sin precedentes. Pasamos de pedirle a los alumnos que (por favor) nos ayudaran a prender el cañón (algunos aún no pueden evitar llamarlo retroproyector!) para compartir nuestro Power Point, a manejar Zoom, Google Meet, y Classroom. En el trayecto aprendimos a “subir” y convertir en Youtube los videos de nuestras clases (en nuestro propio canal, claro!) y compartir el link por correo electrónico, whatsapp, e incluso por Drive. Hemos mejorado (en tiempo record) en el uso de las plataformas, las aplicaciones para realizar videoconferencias y, en general, las herramientas digitales y las tecnologías educativas. Es como si las medidas de aislamiento social impuestas durante 2020 y 2021 hubiesen generado – forzado – las condiciones materiales para una verdadera revolución pedagógica. Sin embargo, no hemos contestado la pregunta inicial: ¿utilizamos estos adelantos tecnológicos para enseñar mejor?

“¿Qué pasaría si en un hospital dotado con tecnologías actuales una parte del personal sanitario siguiera utilizando tecnologías del siglo XIX? Sería inadmisible, pero parece que en el mundo de la educación no lo es”.

Juana Sancho Gil

En ausencia (aún) de estudios sistemáticos o evidencias concluyentes que nos permitan dilucidar esta cuestión, podemos echar mano a algunas experiencias. Sin dudas la reflexión que surja de este estudio de (escasos) casos será poco rigurosa, pero puede que contribuya a ordenar la polifonía de sensaciones experimentadas o, al menos, a establecer ciertas coordenadas interpretativas.

Hace pocos días inicié un curso sobre estrategias de enseñanza para profesionales de la salud, en el marco de un programa de jerarquización y formación en servicio. Acostumbro solicitar a los participantes que completen (previamente, vía aula web) una “encuesta inicial”. La idea es identificar saberes previos, percepciones sobre la enseñanza y otros decálogos del sentido común; es decir, insumos para el análisis posterior. Me sorprendió gratamente encontrarme – en general – con posturas pedagógicas más o menos “constructivistas”, contrarias a la unidireccionalidad comunicativa durante la enseñanza y convencidas de la inexorable necesidad de incluir al otro (alumno, estudiante) para lograr la construcción de los saberes.

Sin embargo, durante nuestro primer encuentro sincrónico me recibieron con las cámaras apagadas y el micrófono silenciado. Incluso muchos de ellos no estaban materialmente preparados para ejercer una participación efectiva (trabajando con pacientes, transportándose en auto o colectivo, utilizando dispositivos – y/o ubicados en sitios – sin buena señal de internet, etc.) Era evidente que no esperaban ser “llamados” a participar sino una clase expositiva y magistral: que yo hablara y ellos (en el mejor de los casos) escucharan.

Por supuesto en instancias posteriores (ya más dialógicas) tratamos de reconstruir lo sucedido en aquel primer encuentro (las anécdotas son poderosos elementos de análisis). Entendí entonces que la modalidad de interacción propuesta les había resultado extraña: no inédita ni revolucionaria claro, pero sí extraordinaria en el más literal de los sentidos. Descubrí también que en el último año y medio ellos habían transitado numerosas experiencias educativas virtuales en las que “prender la cámara y el micrófono” (en ocasión de “recibir” una clase) no era una opción conveniente. En suma, quien estaba (mal)usando el Zoom para “otra cosa”, al parecer, era yo.

Idénticos (o peores) resultados obtuve en el primer encuentro sincrónico del curso que llevo a cabo regularmente en la Universidad, también celebrado hace escasos días. Por tratarse de una asignatura semestral contaba ya con ediciones previas en el marco de la pandemia y, por lo tanto, lo que comenzaba en esta oportunidad era la cuarta cohorte consecutiva bajo la modalidad 100% virtual. Se registró un idéntico escenario fundacional: cámaras y micrófonos apagados en un ambiente de incómodo y de completo silencio.

¿Cómo puede un docente hablarle a una pantalla completamente oscura? Por más que uno decida realizar (eventualmente) una clase expositiva, la falta de comunicación (verbal y no verbal), y la inexistencia de interlocutores visibles impone claros límites al desarrollo de una actividad (enseñar) necesariamente interpersonal (e intencional) ¿Cómo sabemos que no se nos cortó internet y que ni siquiera estamos “en clase” cuando se ha eliminado cualquier modalidad de retroalimentación posible?

Conclusión. Es posible que la clase expositiva y unidireccional se haya convertido en el patrón dominante de interacción durante las videollamadas educativas en pandemia, y que al no mediar ningún aspecto interactivo (otras voces, otras personas) los “encuentros” hayan sido muy similares a una grabación. En todo caso no pareciera haber, desde la comunicación, diferencias significativas. Desde el punto de vista pedagógico parece una hipótesis razonable suponer que el aislamiento social al que nos condujo la pandemia y la consecuente virtualización de las prácticas educativas, haya contribuido a profundizar los modelos tradicionales y arcaicos de enseñanza, centrados en la transmisión de información y en la actividad expositiva del docente.

¿Podríamos haber hecho otra cosa? Sí. Podríamos percibir la educación virtual como una oportunidad inédita y propicia para “barajar y dar de nuevo”, para intentar ser más creativos, y ensayar (arriesgar) cambios en las prácticas de enseñanza, a sabiendas de que la comunidad educativa no sería juzgada con dureza y que casi cualquier alterativa bien intencionada podría haber sido considerada – y hasta celebrada – como experiencia de “continuidad pedagógica”.

Estamos frente a una nueva revolución en las tecnologías de la información y comunicación y las hemos incorporado con algo de éxito a nuestras prácticas docentes. Sin embargo, aún con ellas, enseñamos como en el siglo XIX. El problema no es tecnológico sino educativo, pedagógico y didáctico. Un encuentro con nuestros alumnos pensado con estrategias pedagógicas novedosas, alternativas y centradas en los estudiantes, puede constituirse como un espacio creativo y transformador apelando incluso a tecnologías tan sencillas como la tiza y el pizarrón.

Seguramente hay responsabilidad compartida. Fatiga de Zoom lo llama la Universidad de Stanford en su estudio preliminar. La videollamada pareciera implicar una mayor carga cognitiva para los alumnos, que se resisten a la interacción: evitan hablar y ser visibles. Si se les consulta dirán que no esperaban ser convocados a interactuar, que así se entiende la enseñanza vía Zoom. ¿No esperaban interactuar en una actividad educativa? ¿Y qué esperaban? En su favor puede argumentarse sobre este efecto despersonalizante, cada vez más notorio, de las videoconferencias virtuales; al menos aquellas planteadas en los términos que aquí señalamos.

Estamos frente a una nueva revolución en las tecnologías de la información y comunicación y las hemos incorporado con algo de éxito a nuestras prácticas docentes. Sin embargo, aún con ellas, enseñamos como en el siglo XIX. El problema no es tecnológico sino educativo, pedagógico y didáctico.

simulamos.com

Del otro lado del vínculo pedagógico los docentes nos debemos una reflexión. Es posible hacer las cosas de otra manera. Si hay algún aspecto que a nuestro entender está inevitablemente destinado a una clase magistral y expositiva y que, por lo tanto, no va a ser relevante la actividad de los demás allí presentes, deberíamos grabar esa “clase” y enviarla como “píldora” para que los alumnos la “tomen” de manera asincrónica. Sabemos ya todas las ventajas de la autoadministración de materiales audiovisuales cuando forman parte de un modelo de aula invertida: cada estudiante revisa el material las veces que sea necesario, a su ritmo, en sus tiempos libres, puede pausar y repetir segmentos de la clase, etc. Si vamos a encontrarnos con los alumnos de manera sincrónica a través del Zoom, Meet o cualquier otra aplicación para videoconferencias, aprovechemos esa instancia para interactuar con ellos. Propongamos actividades colaborativas (el Zoom permite disponer salas de encuentro separadas), invitémoslos a trabajar e interactuar, creemos desafíos para ser resueltos, movilicemos el pensamiento divergente, diseñemos actividades grupales para interpretar, aplicar, debatir y problematizar esos saberes que “grabamos” previamente de manera expositiva. Invitémoslos a que hagan algo con ese saber más allá de escucharnos a nosotros ostentarlo verbalmente. No sólo será más entretenido sino que estaremos (todos) aprendiendo más y utilizando las TICS para enseñar en el siglo XXI.

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