Educadores en simulación clínica: mucho más que instructores

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Entre las propuestas de formación docente que circulan en el campo latinoamericano de la enseñanza basada en simulación clínica (EBSC), es habitual y dominante el uso del término instructor, para definir a quien utiliza y transmite esta herramienta pedagógica. Si bien la literatura sobre educación médica y, en particular, aquella referida a la EBSC adopta y reconoce diversos términos para nombrarlo (simulacionista, docente, facilitador, tutor), la alternancia se disipa cuando se trata de ofertas formativas. Se habla así, esencialmente, de la formación de instructores en simulación clínica. Enseñar con simulación clínica no es una actividad que requiera de ser sólo un buen instructor sino, esencialmente, un educador.

¿Por qué preferimos utilizar este término? ¿Se trata sólo de una distinción terminológica o existe algo más detrás de ambas denominaciones? ¿Están estos conceptos vinculados a alguna tradición pedagógica en particular? En lo que sigue argumentaremos en favor de la necesidad y pertinencia de utilizar el vocablo educador (o docente) en simulación clínica en lugar de instructor. Intentaremos aportar elementos que permitan situar este último término dentro de una tradición que otorga a quien enseña un rol meramente técnico, de simple ejecutor de estrategias y procedimientos concebidos en otras esferas. Para ello viajaremos hacia atrás en el tiempo hasta el contexto de nacimiento de la pedagogía tecnicista. Más que esclarecer una disputa terminológica nos interesa exponer la elección de fondo que conlleva optar por una u otra forma de llevar adelante las experiencias formativas de los docentes en simulación clínica de nuestra región, elección que a la luz de las tradiciones pedagógicas implicadas resulta de suma relevancia.

Enseñar con simulación clínica no es una actividad que requiera de ser sólo un buen instructor sino, esencialmente, un educador.

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De la cadena de montaje de Ford a la obsesión por la eficiencia educativa

La pedagogía tecnicista surgió a comienzos del siglo XX como contrapartida al paradigma pedagógico tradicional. Se expandió junto a las transformaciones radicales que implicaron para el mundo de la producción industrial la incorporación de los modelos organizacionales propuestos por Frederick Taylor y Henry Ford. Entre ellas: la racionalización del proceso de trabajo, la especialización de tareas, la introducción del cronómetro, y la masificación de la cadena de montaje como eje de la producción fabril. El resultado fue la transformación cualitativa y cuantitativa del proceso de trabajo, que al estandarizarse se tornó más eficiente y productivo.

Al poco tiempo esta revolución se trasladó al mundo educativo a través de un nuevo paradigma, el tecnicismo, quien contó con el apoyo de la (para ese entonces) pujante psicología conductista. A diferencia de su antecesora, la pedagogía tecnicista endiosaba al método y desconfiaba del docente desestimando el lugar privilegiado que la pedagogía tradicional le había otorgado. Los educadores serían ahora pensados como meros ejecutores (técnicos) de procesos de trabajo pedagógico diseñados en otras esferas. Es decir, simples instructores.

Se escinden, entonces, dos roles bien diferenciados en el ámbito educativo: el de los expertos en educación que diseñan y planifican el proceso de enseñanza, definiendo los objetivos a lograr; y el de los docentes (instructores), que cumplen las funciones operativas del proceso debiendo aplicar métodos y alcanzar objetivos en cuya definición no hay participado. El buen instructor se define aquí por un meticuloso apego al uso de la técnica: mientras mejor se implemente más fácil se cumplirán las metas previstas por el programa de enseñanza.

Como adelantamos, esta impronta industrialista generó el entusiasmo de destacados psicólogos del aprendizaje conductistas como Thorndike y Skinner, y de pedagogos como Bobbitt y Tyler. Incluso Bloom y su teoría del aprendizaje para el dominio pueden ser encuadrados dentro de esta revolucionaria impronta industrialista. La propuesta no pude ser más clara: racionalidad antes que discrecionalidad; procedimientos sobre saberes declarativos; conducta observable antes que (intangibles) procesos cognitivos. Eficacia y eficiencia. La enseñanza debe funcionar como la fábrica fordista. Es el experto quien garantiza la racionalización del proceso y no el docente, quien ejerce sobre su tarea una discrecionalidad (nula) similar a la de los obreros industriales dentro del modelo taylorista.

En suma, en esta propuesta no se esperaba que los educadores se detengan a pensar qué hacer o cuáles eran los objetivos de la educación, sino que aplicaran una técnica eficiente para cumplir con los objetivos prestablecidos. Eran pensados como meros ejecutores ya que el éxito de la tarea no estaba en sus manos: si la técnica educativa era la correcta el aprendizaje estaría asegurado.

Como hemos visto, en el marco de la pedagogía tecnicista el rol de instructor aparece asociado a la aplicación de procedimientos específicos y al ejercicio de una racionalidad técnica. Ahora bien, volvamos a la EBSC. Aún si aceptamos por un momento la idea de que la EBSC es una técnica (o estrategia), sabemos que es utilizada en contextos de alta variabilidad, incertidumbre e interdependencia (no hay grupos de aprendices ni experiencias educativas iguales a otras). El uso estratégico (en contextos de alta variabilidad) de una técnica (en este caso, la simulación clínica), requiere del desarrollo de un saber profundo y holístico sobre el contexto de su uso (la enseñanza), en tanto su aplicación requerirá de flexibilidad y adaptación a lo que las diversas situaciones de aprendizaje requieran. Las pedagogías actuales no desestiman la planificación de actividades de aprendizaje, pero entienden que quien enseña opera en contextos volátiles que exigen cambios, maniobras, reformulaciones, reevaluaciones constantes y redireccionamientos permanentes.

En el marco de la pedagogía tecnicista el rol de instructor aparece asociado a la aplicación de procedimientos específicos y al ejercicio de una racionalidad técnica.

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Valga un ejemplo. Diseñamos escenarios inmersivos y realistas con objetivos de aprendizaje precisos para nuestros estudiantes. Sin embargo, nuestra planificación educativa sufre modificaciones al llevarse a la práctica. Disponemos ruidos y señales durante el escenario para contribuir a que los participantes se aproximen a la performance esperada y alcancen los objetivos; diseñamos y eventualmente ejecutamos planes de contingencia a través de nuestros confederados. Durante la deconstrucción del escenario (debriefing), ¿debemos interrumpir un análisis retrospectivo individual o grupal de alto valor metacognitivo si éste no refiere exactamente a los objetivos de aprendizaje previstos? ¿Cuánto se aleja lo que está sucediendo de lo esperado? ¿Podría darse una experiencia formativa profunda sin haberse cumplido los objetivos previstos?

Responder adecuadamente a estas preguntas implica poder determinar, en el acto y mientras se lleva adelante la deconstrucción, cuánto se alejan los objetivos que se están cumpliendo de aquellos propuestos para el escenario en análisis, y cuán relevante es para nuestros estudiantes el aprendizaje que están construyendo en ese preciso momento. Todas estas son competencias de un educador que exceden ampliamente la mera aplicación de una técnica de enseñanza. La toma de decisión profesoral es una de las competencias que en mayor medida debemos fortalecer durante nuestras capacitaciones, o dicho con mayor propiedad, durante nuestras prácticas de formación de educadores (y no de instructores) en simulación clínica.

Y es que como señala acertadamente Philippe Perrenoud, a propósito del oficio de enseñar, las situaciones complejas tienen algo de singular y exigen de un proceso de resolución de problemas y de una creatividad, que exceden la simple aplicación de fórmulas. Dicho en otros téminos, en los “oficios de lo humano” (como la enseñanza) la parte prescriptible de la actividad representa una porción menor que en los oficios técnicos.

La toma de decisión profesoral es una de las competencias que en mayor medida debemos fortalecer durante nuestras capacitaciones, o dicho con mayor propiedad, durante nuestras prácticas de formación de educadores (y no de instructores) en simulación clínica.

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Un instructor es alguien que enseña una actividad práctica, una técnica. Enseñar con simulación clínica es mucho más que aplicar con eficiencia una técnica de enseñanza de utilidad probada, y/o seguir una secuencia de pasos instruccionales. Implica desarrollar una mirada holística e integral del proceso de aprendizaje de nuestros alumnos, navegando con pericia entre la lo que planificamos y lo que realmente ocurre en nuestras prácticas y en nuestros escenarios. Significa diseñar permanentemente el currículum (en ciclos eternos de planificación-ejecución-evaluación) y las actividades de aprendizaje. No es a un experto externo a quien corresponde el diseño más adecuado de nuestro programa educativo sino a nosotros mismos.

Profesionalizar la enseñanza basada en simulación clínica requiere de formar educadores con una mirada crítica y profunda sobre los procesos de aprendizaje que experimentan los profesionales de la salud en Latinoamérica. Implica revitalizar, como propone Schön, una “epistemología de la práctica”. Limitarnos a formar instructores es optar (por acción u omisión) por una pedagogía del adiestramiento que reduzca sus futuras prácticas de enseñanza a la ejecución de una mera «técnica». Sin conocimiento de los fundamentos científicos que la justifican y sin articulaciones entre sí, el instructor será incompetente para resolver las distintas situaciones que le plantea la enseñanza basada en simulación, en tanto práctica que genera desafíos constantes. La formación docente en simulación clínica debe estar dirigida a la formación de educadores que sean catalizadores más que instructores, que empoderen a sus alumnos y los inspiren a la mejora continua, la autocrítica, la reflexión sobre la práctica, y el desarrollo de procesos metacognitivos.

Profesionalizar la enseñanza basada en simulación clínica requiere de formar educadores con una mirada crítica y profunda sobre los procesos de aprendizaje que experimentan los profesionales de la salud en Latinoamérica.

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